"En toda la República el movimiento de la revolución fue irresistible y unánime. Muy al principio tan sólo hubo un momento de vacilación y desconfianza, provenientes quizás del turbio fondo de melancólico escepticismo acumulado en el alma del pueblo, durante una larga y negra serie de revueltas inútiles. Pero el pueblo, siempre niño, se dejó, como otras veces, engañar y seducir de palabras hermosas. La facultad, en él inagotable, de forjarse ilusiones, triunfó de su vago escepticismo. En su corazón se puso a germinar, a sonreír y a florecer una loca esperanza. Y esa esperanza, propagándose como el más traidor de los contagios, no respetó ni a los más fuertes. Muy pronto la compartieron con la masa del pueblo incauto los que no hacían parte de la muchedumbre anónima, los que sobresalían del nivel común. Los que se creían menos ilusos, aunque lo fuesen tanto como los demás, esperaban en un dictador magnánimo con perspicacia y luces de sociólogo, capaz de comprender y bien dirigir las fuerzas de aquella democracia corrompida y de echar por último las bases de una verdadera nación y de la república verdadera. Poseídos, a pesar de ellos, de la fiebre revolucionaria, olvidaban, en la locura de la fiebre, que la guerra no produce casi nunca sino guerra, que casi ninguna revolución trae en su vientre sino lagrimas y ruinas, que la obra de un dictador es, como éste, efímera y deleznable; que el dictador con luces, magnánimo y perspicaz no surge sino rara vez de los conflictos rojos."
Idolos Rotos
Manuel Díaz Rodríguez
1901
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